Luces Antiguas.
Ancient Lights; Algernon Blackwood (1869-1951)
Desde Southwater, donde se detuvo del tren, el camino corría recto hacia poniente. Eso lo sabía, confiaba en la suerte, ya que era uno de esos vagabundos impenitentes que odian preguntar. Tenía ese instinto, y habitualmente le funcionaba bastante bien. -Una milla o poco más en dirección oeste por el camino arenoso, hasta llegar a un paso de cerca a la derecha; desde ahí cruza a campo traviesa. Verá el edificio rojo justo delante de usted- Echó una mirada, otra vez, a las instrucciones de la postal, y nuevamente trató de descifrar la frase borrada. En vano. Había sido tachada con tanta precaución que no quedaba una sola palabra legible. Las frases tachadas en una carta son siempre fascinantes. Se preguntó qué sería lo que había tenido que borrar con tanto cuidado.
La tarde era tormentosa, con un viento que aullaba desde el mar, barriendo los bosques de Sussex. Unas nubes espesas, redondas y pesadas, chocaban en los espacios abiertos del cielo azul. A lo lejos, la línea de montes recorría el horizonte como una ola inminente. Chanctonbury Ring parecía surcar su cresta como un barco veloz con el casco inclinado por el viento. Se quitó el sombrero y avivó el paso, aspirando el aire con placer y satisfacción. El camino estaba desierto: no se veían bicicletas, automóviles, o caballos; ni siquiera un carro de mercancías o un simple caminante. De todos modos, no habría preguntado el camino. Con la mirada atenta a la aparición del paso, caminaba pesadamente, mientras el viento sacudía la capa contra su rostro y rizaba los charcos azules del camino amarillento. Los árboles mostraban el pálido revés de sus hojas. Los helechos, la hierba nueva y alta, se inclinaban en una sola dirección. El día estaba lleno de vida, y había animación y movimiento en todas partes. Y para un agrimensor de Croydon recién llegado de su oficina, esto era como unas vacaciones en el mar.
Era un día de aventuras, y su corazón se elevaba para unirse a la Naturaleza. Su paraguas con aro de plata debía haber sido una espada; y sus zapatos, botas altas con espuelas en los talones. ¿Dónde se ocultaba el Castillo encantado y la Princesa de cabellos dorados como el sol? Su caballo...
De repente apareció el paso, y se frustró la aventura imaginaria. Volvió a aprisionarle su ropa. Era agrimensor, maduro, con un sueldo de tres libras a la semana, y venía de Croydon a estudiar los cambios que un cliente pensaba hacer en un bosque. Algo que proporcionase una mejor vista desde la ventana de su comedor. Al otro lado del campo, a una milla de distancia quizá, vio centellear al sol el rojo edificio, y mientras descansaba un momento en el paso, se puso a observar un bosque de robles y abedules a su derecha. ¡Ajá! -se dijo- así que ésta debe de ser la arboleda que quiere talar para mejorar la perspectiva. Veamos.- Había una valla, desde luego; pero tenía también un sendero tentador. -No soy un intruso –se dijo-: esto forma parte de mi trabajo.- Saltó dificultosamente por encima del alambre y se internó entre los árboles. Una pequeña vuelta le llevaría al campo otra vez.
Pero en el instante en que cruzó los primeros árboles el viento dejó de aullar y una quietud cayó sobre el mundo. Tan densa era la vegetación que el sol penetraba como manchas aisladas. El aire era pesado. Se secó la frente y se puso su sombrero de fieltro verde; pero una rama baja se lo volvió a quitar de un golpe. Al inclinarse, se enderezó una rama que había doblado y le dio en el rostro. Había flores en ambos lados del sendero; los helechos se curvaban en los rincones húmedos, y era dulce y rico el aroma a tierra y follaje. Hacía fresco allí. -Qué bosque más encantador-, pensó, bajando hacia un pequeño claro donde el sol aleteaba como una multitud de mariposas plateadas. ¡Cómo danzaba y palpitaba y revoloteaba! Se puso una flor azul oscuro en el ojal. Nuevamente, al incorporarse, el sombrero voló con el golpe una rama de roble. Esta vez no se lo volvió a poner. Balanceando el paraguas, siguió su camino con la cabeza descubierta, silbando alégremente. Pero el espesor de los árboles animaba poco a silbar; y parecieron enfriarse algo su alegría y su ánimo. De repente, se dio cuenta de que caminaba con cautela. La quietud del bosque era de lo más singular.
Hubo un susurro entre los helechos; algo saltó súbitamente al sendero, a unas diez yardas de él, se detuvo un instante, alzando la cabeza, y luego se zambulló otra vez en la maleza a la velocidad de una sombra. Se sobresaltó como un niño miedoso, y un segundo después se rió de que un mero faisán le hubiese asustado. Oyó un traqueteo de ruedas a lo lejos, en el camino; y, sin saber por qué, le resultó grato ese ruido. -El carro del viejo carnicero-, se dijo. Entonces notó que iba en dirección equivocada y que, no sabía cómo, había dado media vuelta. Porque el camino debía quedar detrás de él, no delante.
Se introdujo apresuradamente por otro estrecho claro que se perdía en el verdor. -Esta es la dirección, por supuesto -se dijo-; me han debido de distraer los árboles- y de repente descubrió que estaba junto al alambre que había saltado para ingresar. Había caminado en círculos. La sorpresa, aquí, se convirtió en desconcierto: vio a un hombre vestido de verde pardo, apoyado en la valla, dándose pequeños azotes en la pierna con una fusta. -Voy a casa del señor Lumley -explicó el caminante-. Este es su bosque, creo-, calló de repente; porque allí no había hombre alguno, sino que era un mero efecto de luz y sombra en el follaje. Retrocedió para reconstruir la ilusión, pero el viento agitaba demasiado las ramas, en el linde del bosque, y el follaje se negó a repetir la imagen. Las hojas susurraron de un modo extraño. En ese preciso momento se ocultó el sol, haciendo que el bosque adquiera un aspecto diferente. Y entonces se puso de manifiesto con cuánta facilidad puede sufrir engañarse la mente; porque le pareció que el hombre le contestaba, le hablaba -¿o fue sólo el rumor de las ramas?-; y que señalaba con la fusta un letrero clavado en el árbol más cercano. Aún le sonaban en el cerebro sus palabras; aunque, por supuesto, todo eran figuraciones suyas: -No, este bosque no es suyo. Es nuestro- Y además, algún gracioso del pueblo había cambiado el texto de la deteriorada tabla; porque ahora ponía con toda claridad: -Prohibido el paso-.
Y mientras el asombrado agrimensor leía el letrero, y dejaba escapar una risita, se dijo, pensando en la historia que iba a contar más tarde a su mujer y sus hijos: -Este condenado bosque ha intentado echarme. Pero voy a entrar otra vez. En realidad, ocupa un acre como máximo. No tengo más remedio que salir a campo abierto por el lado opuesto si sigo en línea recta-. Recordó su posición en la oficina. Tenía cierta dignidad que conservar.
La nube se apartó y la luz del sol salpicó toda clase de lugares insospechados. Seguía caminando en línea recta. Sentía una especie de turbación: esta forma en que los árboles cambiaban las luces en sombras le confundía evidentemente la vista. Para su alivio, surgió al fin un nuevo claro entre los árboles, revelándole el campo, y divisó el edificio rojo a lo lejos. Pero tenía que saltar primero un pequeño portón que había en el camino; y al trepar trabajosamente -dado que no quiso abirse-, tuvo la asombrosa sensación de que, debido a su peso, se desplazaba lateralmente en dirección al bosque. Era horrible. Hizo un esfuerzo ímprobo para saltar, antes de que le internase en los árboles; pero se le enredó un pie entre los barrotes y el paraguas, con tal fortuna que cayó al otro lado con los brazos abiertos, en medio de la maleza y las ortigas, y los zapatos trabados entre los dos primeros palos. Se quedó un momento en la postura de un crucificado boca abajo, y mientras forcejeaba para desembarazarse -los pies, los barrotes y el paraguas formaban una verdadera maraña-, vio pasar por el bosque, a toda prisa, al hombre de verde pardo. Iba riendo. Cruzó el claro, a unas cincuenta yardas de él; esta vez no estaba solo. A su lado iba un compañero igual que él. El agrimensor, nuevamente de pie, les vio desaparecer en la penumbra verdosa. -Son vagabundos-, se dijo, mortificado, furioso. Pero el corazón le latía terriblemente, y no se atrevió a expresar todo lo que pensaba.
Examinó el portón, convencido de que tenía algún truco; a continuación volvió a encaramarse a ella a toda prisa, sumamente desasosegado al ver que el claro ya no se abría hacia el campo, sino que torcía a la derecha. ¿Qué demonios ocurría? No andaba tan mal de la vista. De nuevo asomó el sol con todo su esplendor, y sembró el suelo del bosque de charcos plateados; y en ese mismo instante cruzó aullando una furiosa ráfaga de viento. Empezaron a caer gotas en todas partes, sobre las hojas, produciendo un golpeteo como de multitud de pisadas. El bosque entero se estremeció y comenzó a agitarse.
-¡Válgame Dios, ahora llueve!-, pensó el agrimensor; y al echar mano del paraguas, descubrió que lo había perdido. Volvió al portón y vio que se había caído al otro lado. Para su asombro, descubrió el campo al otro extremo del claro, y también la casa roja, iluminada por el sol del ocaso. Se echó a reír, entonces; porque, naturalmente, en su forcejeo con los barrotes se había dado la vuelta, había caído hacia atrás y no hacia adelante. Saltó el portón, con toda facilidad esta vez, y desanduvo sus pasos. Descubrió que el paraguas había perdido su aro de plata. Seguramente se le había enganchado en un pie, un clavo o lo que fuera, y lo había arrancado. El agrimensor echó a correr: estaba tremendamente nervioso.
Pero mientras corría, el bosque entero corría con él, en torno a él, de un lado para otro, desplazándose los árboles, plegando y desplegando las hojas, agitando sus troncos adelante y atrás, descubriendo espacios vacíos con sus ramas enormes, y volviéndolos a ocultar antes de que él pudiese verlos con claridad. Había ruido de pasos, y risas, y voces que gritaban, y una multitud de figuras congregadas a su espalda. El bosque hervía de movimiento y de vida. Naturalmente, era el viento, que producía en sus oídos el efecto de voces y risas, en tanto el sol y las nubes, al sumir el bosque alternativamente en sombras y en cegadora luz, generaban figuras. Pero no le gustaba, y corrió todo lo veloz que sus vigorosas piernas le permitieron. Estaba asustado. Ya no le parecía un percance para contarlo a su mujer y sus hijos. Corría como el viento. Sin embargo, sus pies no hacían ruido en la hierba blanda y musgosa.
Entonces, para su horror, vio que el claro se iba estrechando, que lo invadían la maleza y las ortigas, reduciéndolo a un sendero minúsculo, desapareciendo entre los árboles. Lo que no había logrado el portón, lo había conseguido este complicado claro: introducirle en la espesa muchedumbre de árboles.
Sólo cabía hacer una cosa: regresar, correr con todas sus fuerzas hacia la vida que venía a su espalda, que le seguía tan de cerca que casi le tocaba y le empujaba. Y eso fue lo que hizo con atropellada valentía. Parecía una temeridad. Se volvió con una especie de salto violento, la cabeza baja, los hombros sacados y las manos extendidas delante de la cara. Se lanzó: embistió como un ser acosado en dirección opuesta, por lo que ahora el viento le dio de cara.
¡Dios mio! El claro que había dejado atrás se había cerrado también: no había sendero alguno. Se dio la vuelta como un animal acorralado, buscó con los ojos un modo de escapar; buscó frenético, jadeante, aterrado. Pero el follaje le envolvía, las ramas le obstruían el paso; los árboles estaban inmóviles y juntos: no los agitaba el más leve soplo de aire; y el sol, en ese instante, se ocultó tras una gran nube negra. El bosque entero se volvió oscuro y silencioso. Le observó.
Quizá fue este efecto de súbita negrura lo que le impulsó a actuar de manera insensata, como si hubiese perdido el juicio. El caso es que, sin detenerse a pensar, se lanzó otra vez hacia los árboles. Tuvo la impresión de que le rodeaban y le sujetaban de manera asfixiante, y pensó que debía escapar a toda costa. Escapar, huir a la libertad del campo y el aire libre. Fue una reacción instintitva; y al parecer, embistió contra un roble que se había situado deliberadamente en el centro del sendero para detenerlo. Lo había visto desplazarse; siendo como era un profesional de la medición, acostumbrado al uso del teodolito y la cadena, tenía experiencia para saberlo. Cayó, vio las estrellas, y sintió que mil dedos minúsculos tiraban de sus manos y sus tobillos y su cuello. Sin duda se debía a las ortigas. Es lo que pensó más tarde. En ese momento le pareció diabólicamente intencionado.
Pero hubo otra ilusión extraordinaria para la que no encontró tan fácil explicación. Porque un instante despues, el bosque entero desfilaba ante él con un profundo susurro de hojas y risas, de miles de pies y de pequeñas, inquietas figuras; dos hombres vestidos de verde pardo le sacudieron enérgicamente, y abrió los ojos para descubrir que yacía en el prado junto al paso de cerca donde había comenzado su increíble aventura. El bosque estaba en su sitio de siempre, y le contemplaba al sol. Encima de él sonreía burlón el deteriorado letrero: -Prohibido el paso-.
Con la mente y el cuerpo trastornados, y bastante alterada su alma de empleado, el agrimensor echo a andar despacio a campo traviesa. Mientras caminaba, volvió a consultar las intrucciones de la tarjeta postal, y descubrió con estupor que podía leer la frase borrada pese a las tachaduras trazadas sobre ella: -Hay un atajo que cruza el bosque (el que quiero talar), si lo prefiere-. Aunque las tachaduras sobre si lo prefiere hacían que pareciese otra cosa: parecía decir, extrañamente, si se atreve.
-Ese es el bosquecillo que impide la vista de las lomas -explicó después su cliente, señalándolo desde el otro extremo del campo, y consultando el plano que tenía junto a él-. Quiero talarlo, y que se haga un camino así y así -indicó la dirección en el plano, con el dedo-. El Bosque Encantado lo llaman aún; es muchísimo más antiguo que esta casa. Vamos, señor Thomas; si está usted dispuesto, podemos ir a echarle una mirada...
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